J. V. Aleixandre
Fue Pepe Samitier el primero en predecirlo: «Si el fútbol fuera negocio, ya lo habrían comprado los bancos». El gran Sami „al que apodaban El Mago, por sus múltiples recursos técnicos, jugó en el Barcelona y en el Madrid, allá por los años 20 del siglo pasado, y una vez retirado se dedicó a entrenar y a contemplar la vida con sorna. De ahí, esa acertada observación que aún sigue vigente. Si los bancos meten sus afiladas zarpas en el fútbol, lo desvirtúan. Mejor que se mantengan alejados. Véase, sino, la situación del Valencia CF, que depende de Bankia, o del FROB, o de Iturriaga, o de Goirigolzarri „vaya usted a saber„ cuyas respectivas emotividades hacia el valencianismo deben ser parecidas a las que siente un caracol ante un cuadro de Picasso: nulas. Que el Señor nos pille confesados, si el futuro del VCF está en manos de tales sujetos.
Abundando en la idea de Samitier, muchísimo tiempo después, Pepe Ramos Costa, el que fue presidente valencianista en los años 70-80 del inconfundible siglo XX, sostenía que «el fútbol no reparte dividendos; reparte ilusiones». Algo de eso va a ocurrir esta noche, cuando el Valencia salte al Allianz Arena de Múnich, dispuesto a emprender otra singladura en la primera de las competiciones europeas.
El fútbol actual lo gobiernan tecnócratas que se rigen, no por esas emociones que abarcan desde el júbilo de los triunfos a las amarguras de las derrotas, sino por los encajes o desencajes presupuestarios. De forma que los resultados, y hasta los mismísimos títulos de campeones, los valoran en función de los ingresos que proporcionan a las arcas, y no del inmenso placer que regalan a los aficionados.
En ese trance, la Champions se presenta como una aventura ilusionante que, en el caso del Valencia, ilumina el gris horizonte financiero que les dibujan a sus aficionados. De esta cruda realidad en la que está sumergido, al Valencia sólo le puede rescatar la épica, porque resulta mucho más atractivo un relato que haga soñar a la tribu con París o Milán, hitos no tan lejanos, que no un monótono recitado del estado de cuentas. Aunque resulten, por fortuna, favorables.
Abundando en la idea de Samitier, muchísimo tiempo después, Pepe Ramos Costa, el que fue presidente valencianista en los años 70-80 del inconfundible siglo XX, sostenía que «el fútbol no reparte dividendos; reparte ilusiones». Algo de eso va a ocurrir esta noche, cuando el Valencia salte al Allianz Arena de Múnich, dispuesto a emprender otra singladura en la primera de las competiciones europeas.
El fútbol actual lo gobiernan tecnócratas que se rigen, no por esas emociones que abarcan desde el júbilo de los triunfos a las amarguras de las derrotas, sino por los encajes o desencajes presupuestarios. De forma que los resultados, y hasta los mismísimos títulos de campeones, los valoran en función de los ingresos que proporcionan a las arcas, y no del inmenso placer que regalan a los aficionados.
En ese trance, la Champions se presenta como una aventura ilusionante que, en el caso del Valencia, ilumina el gris horizonte financiero que les dibujan a sus aficionados. De esta cruda realidad en la que está sumergido, al Valencia sólo le puede rescatar la épica, porque resulta mucho más atractivo un relato que haga soñar a la tribu con París o Milán, hitos no tan lejanos, que no un monótono recitado del estado de cuentas. Aunque resulten, por fortuna, favorables.
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