J. V. Aleixandre
No está este Valencia para grandes gestas. Y eso es lo que algunos pardillos con la mejor intención del mundo, y otros fenicios desde la pura demagogia comercial, venían demandando y vendiendo en los días previos a la cita europea de Mestalla. Será una noche épica, rezaba el slogan que pregonaban. En realidad nos estaban vendiendo una burra sarnosa a precio de caballo percherón.
Ni estaba ni ha estado a lo largo de la temporada para proezas, como era la de levantar un marcador adverso de dos goles. Esa acometida requería de un rigor, una suficiencia y un carácter que no posee este Valencia. El equipo está para lo que está, es decir, pelear por ser tercero en la Liga, aunque sea a una distancia de los dos primeros, tan desalentadora cómica como la que mantiene. Esos son los objetivos industriales que se marca el club. Y nada más. En esa meta reside todo el desafio que tiene por delante el equipo. Y encima, ahora mismo, no está nada fácil asumirlo. Tras largos meses de confortable habitabilidad en esa insípida plaza, sin más referentes ni objetivos que mantenerla, los rivales han espabilado y el Valencia ha recibido un duro revés del que debe recuperarse ya, sin tiempo para lamerse las heridas ni buscar justificaciones.
A un equipo tan inconsistente, de espíritu quebradizo, de compostura tan tendente a la anarquía y de vestuario tan desnutrido de liderazgos, no se le pueden pedir empresas de la magnitud que suponía la remontada ante el Atléti. En el fondo, casi nadie creía en ella. Sobre todo, los aficionados más veteranos, esos que han vivido escaladas más difíciles y heroicas y percibían que el clima previo creado en torno al partido, era un artificio propagandístico, sin base sólida ni fundamento argumental. Hubo un ratillo de ilusión, que se desvaneció con la desgracia de Canales. Para acabarlo de arreglar, le sustituyó Mathieu. Por su banda, Adrián encontró petróleo. Adiós.
Ni estaba ni ha estado a lo largo de la temporada para proezas, como era la de levantar un marcador adverso de dos goles. Esa acometida requería de un rigor, una suficiencia y un carácter que no posee este Valencia. El equipo está para lo que está, es decir, pelear por ser tercero en la Liga, aunque sea a una distancia de los dos primeros, tan desalentadora cómica como la que mantiene. Esos son los objetivos industriales que se marca el club. Y nada más. En esa meta reside todo el desafio que tiene por delante el equipo. Y encima, ahora mismo, no está nada fácil asumirlo. Tras largos meses de confortable habitabilidad en esa insípida plaza, sin más referentes ni objetivos que mantenerla, los rivales han espabilado y el Valencia ha recibido un duro revés del que debe recuperarse ya, sin tiempo para lamerse las heridas ni buscar justificaciones.
A un equipo tan inconsistente, de espíritu quebradizo, de compostura tan tendente a la anarquía y de vestuario tan desnutrido de liderazgos, no se le pueden pedir empresas de la magnitud que suponía la remontada ante el Atléti. En el fondo, casi nadie creía en ella. Sobre todo, los aficionados más veteranos, esos que han vivido escaladas más difíciles y heroicas y percibían que el clima previo creado en torno al partido, era un artificio propagandístico, sin base sólida ni fundamento argumental. Hubo un ratillo de ilusión, que se desvaneció con la desgracia de Canales. Para acabarlo de arreglar, le sustituyó Mathieu. Por su banda, Adrián encontró petróleo. Adiós.
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