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jueves, 23 de octubre de 2014

Bonico, el presidente

DESMEMORIATS / JOSEP LIZONDO. HOY Más allá de las incrustraciones doradas que dejó para la gramática -muchas noches, bonicos -el legado de Ortí se apoya en su inteligencia a la hora de entender el papel que tenía reservado en aquel entuerto.


VALENCIA. 
No sé cómo andará ahora, azotado supongo por la edad, pero en sus años de estrellato a Jaume Ortí le salían unos rasgos extremadamente chinescos, de hombre que mutó en abuela de Shin Chan pero dio la vuelta. Esa curiosidad pequeña en los rasgados ojos de Bonico y las inflexiones de su voz, que modulaba como si estuviese haciendo ganchillo, le convirtieron a mis ojos en un presidente indescifrable. Su primer acto de grandeza fue salir al paso de una afición enfurecida a primeros de los 2000, una década ciertamente maravillosa, para celebrar la liga de Benítez con una soberana bronca. "Tinc el cor obert de pena de que no deixeu parlar al vostre president" gritó como Lola Flores en la boda de su hija, un tanto agobiado. Aquella bien pudo ser ser la primera y única vez en la que se le entendió una frase. Y a partir de ese instante fue en lo que se quedó: en una folclórica ejecutando un saque de honor, como cuando se pasó un verano intentando fichar a Marcelo Salas sin tener siquiera poderes, ni dinero, para ello.
Uno puede ser folclórico para sus adentros, pero Ortí iba con el folclore por fuera, como saliendo de un trance místico; aquél VCF, ya por entonces, parecía funcionar bajo los influjos de un dios ateo, con más casualidades que certezas. En cierta ocasión se le vio inaugurando una rotonda junto a los empresarios de Quart de Poblet, y en un ataque de lucidez, ante los micrófonos del Bernabéu, soltó aquello de "no nos dejan probar el jamón, nos tendremos que conformar con el chorizo". El éxito de Bonico se explica por cercanía, y también por su predicamento entre el aficionado más pasional, que se aferró a su peluca como quien se aferra a la geperudeta cuando la pasean por la plaza de la virgen, una última opción ante la vida.
Lo que pasa es que Jaume Ortí es producto de aquel movimiento literario que tuvo en Paco Roig un icono, y así lo vimos en la TV afietándole el bigote al pope de la citada corriente. Todavía recuerdan en Paterna, cuando se metió a empresario de la noche, su bajada al vestuario para advertirle a la plantilla -no fuera cosa que se les hubiera pasado- que esa misma tarde iba a estrenar discoteca, pero que ellos no podían acudir 'porque quedaba muy descarado'. A la media hora ya estaban los jugadores subidos a la barra de La Indiana, y de allí no se bajaron hasta que entre los posos del último cubata decidieron gestar el doblete.
Fue una época sensacional de realismo mágico en la que cualquier cosa parecía posible tras la llegada del president-perruca. Más allá de las incrustraciones doradas que dejó para la gramática -muchas noches, bonicos -el legado de Ortí se apoya en su inteligencia a la hora de entender el papel que tenía reservado en aquel entuerto.En ocasiones se dejaba ver por la Ciudad Deportiva pacificando Oriente Medio desde un cuartito sin ventanas, cuando García Pitarch y Benítez se hacían la yihad, y también, cuando se metía Llorente por medio con la gasolina como si fuera un Ariel Sharón cualquiera. Se podía haber quedado quieto, o inaugurar pantanos, pero decidió, en un ataque de iniciativa, ejercer de mediador de puertas para dentro, agenciándose de paso el puesto de rostro amable de cara al público; de rostro amable de un club con tal vicio de adusto que tendía a espantar a la clientela.
Extrañamente, ambos roles se le reconocen poco a pesar del peso en la historia que amagan entre sus sombras.
Según testigos le vieron abandonar la presidencia un octubre como este de ahora hace 10 años, tras darle un abrazo a Juan Soler -que parecía más agobiado que él- y soltar, como quien lanza una profecía, que "se trata de un día feliz, no de un día triste". Aquello vino a ocurrir semanas después de que le partieran el tobillo a Vicente, y con ello, la vida del VCF, que allí fue donde se la dejó, en Bremen, como quien se deja el alma en un garito de carretera a las tantas de la madrugada. El karma debió entender que un Valencia sin Bonico debía ser como una Invernalia sin los Stark, un reino reducido a cenizas, y así quedó el asunto hasta el momento.
Sus biógrafos, sin embargo, podrán afirmar que Jaume Ortí -una figura muy papable- es el único presidente vivo respetado. Incluso cuando se le escucha conferenciar en público se le escucha sumando voluntades a la causa general, alejándose del rencor dogmático tan habitual en los discursos del yoismo, que es ese fenómeno underground que representan los ex. Lo cual llevaría a afirmar que también es el único presidente vivo cuyo único ismo adoptado como propio es el valencianismo. La piedra sobre la que se levanta la iglesia del boniquismo, que bien podría ser una nueva religión.
Este hombre, que se dedica a vender persianas, llegó a la presidencia de rebote, como el que se baja al bar y vuelve millonario, quedando en mero florero. Pero cuando dejó la silla lo hizo como el presidente más laureado desde tiempos de Luis Casanova, y referente para las masas. Se podría decir que la fórmula del éxito en una entidad que tiende a sostenerse a base de trucos de predistigitación, la vía para la aceptación total, consiste en desprenderse del poder. Pero en verdad lo de Ortíva, además de eso, de ser listo y consciente de dónde estaban sus propios límites.

Veremos otros, que llegaron a Caudillo haciendo la revolución, cómo quedan cuando les despojen de sus galones y los vistan de búcaro habiendo desaparecido todo enemigo colectivo. Porque uno puede ser florero y aceptarlo, ejerciendo maravillosamente, o revolverse y acabar como un jarrón roto, troceado en mil pedazos. Para lo primero hay que tener arte, para lo segundo cualquiera vale.

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