La peña anda mosqueada con Ever porque, como todo el mundo ya sabe, la otra noche, con ocasión de la fiesta de cumpleaños de Unai, el argentino debió calcular mal los vasos y medir peor las mezclas, hasta acabar amaneciendo en Paterna en condiciones no muy idóneas para bailar un chotis en un ladrillo. Menos aún para entrenar. Víctima del desamor -o de su sobreabundancia, que en estos casos nunca se sabe- Ever ahogó sus penas y no precisamente en agua.
Superado este trance, del que cualquiera puede ser víctima -y el que no, peor para él- el técnico pretende ahora que el interés del equipo prevalezca por encima del castigo individual. Hace bien. El principio de autoridad no se basa en las condenas ejemplarizantes. Esa es una forma retrógrada de gobernar un grupo. Al entrenador le corresponde elegir a los mejores para ganar los partidos. En todo caso, es el club, sus dirigentes, quienes deben aplicar las normas de régimen interno y dictaminar la sanción administrativa que corresponda, sin perjudicar al equipo. En estos tiempos que corren, a todos nos duele la cartera, pero a los futbolistas, mucho más. Es su órgano más sensible. Apartarles de la alineación exclusivamente como método de arresto, es tirar piedras contra el propio tejado de la empresa. Y adular los bajos instintos de la afición con el recurso a la mano dura, además de demagógico, está trasnochado. Si Ever hace falta, que dé la cara en el terreno de juego. También para él resultará depurativo.
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